sábado, 19 de enero de 2008

Donde crecen los cipreses


Acudía cada tarde al encuentro de una cita incumplida. Hay quien dice que ella se encontraba molesta cuando descubría su rostro umbrío rondando la calle, y que su estómago se enredaba en alambre de espino cada vez que sus ojos delatores la acechaban entre las cortinas. Ahora su amor era otro, y turbaba su ánimo aquel juez de mirada incómoda que ponía en evidencia tanta promesa rota y juramento peregrino.

Le veía sentado en el banco de piedra, vestido con el traje de lino blanco que llevara cuando ella le comunicó el final de su historia. Bajo el sombrero de paja trenzada se sepultaba l reproche. El rostro estaba más demacrado que de costumbre y su cuerpo mostraba una guerra civil en la que la osamenta era firme candidato en alzarse con la victoria. Tras este golpe de estado, Galo sucumbía cada tarde bajo los cipreses.

-Niña, has de ir a hablar con él -le aconsejó la abuela Escolástica una tarde que la sorprendió camuflada entre las cortinas.

Una cantarada estival pretendía diluirle en aquel banco sempiterno, y su imagen era, si esto fuese posible, aún más patética que de costumbre.

-Me da miedo, abuela.

-Pues, ¿qué ha de hacerte?

Su abuela, por antigua, era la única que comprendía toda esa angustia que las rondas de Galo le provocaban.

Conoció a Galo cuando apenas era una Nancy vestida de gasa blanca en el día de su confirmación; entonces era Galito, y su mirada la devoraba con la furia de un crustáceo hambriento. Aquellos desgarrones de pinzas furiosas provocaron en ella el primer estremecimiento de mujer recién estrenada. Y Galito comenzó a ser Galo el día en que ambos se perdieron en la alameda.

De esto hacía más de un lustro, y hasta entonces ellos dos fueron inseparables. En el pueblo se sabía que la hija del médico y Galito, el hijo del alguacil, acabarían siendo marido y mujer, a pesar de las reticencias del padre de ella. Ahora le contemplaba allí, frente a la puerta de su casa, con el cuerpo cadavérico empapado, sin recordar el momento exacto en el que otro se le coló de rondón en su mente.

Cuando ella regresó de Madrid, después de tres años de internado, todo se le antojaba distinto. Los encuentros esporádicos no cesaron en aquel tiempo interminable y el cruce de correspondencia sólo se interrumpía en los periodos vacacionales. El amor de ambos parecía inmutable.

Pero lo cierto era, que las calles del pueblo, en invierno, le resultaban lóbregas y cansinas; el Cancho Gordo, donde se fugaron tantas veces a fumar a escondidas, ya no era aquella roca majestuosa en medio del valle, sino un ridículo accidente, comparado con los edificios a los que tenía acostumbrados sus ojos en Madrid; la fiesta de Mayo se le antojaba una irrisoria congregación de parroquianos que no podía competir con la multitud que hervía cualquier día en la Puerta del Sol. Hasta Galo era diferente a los muchachos de la urbe.

Quizás fue por ello que Alfonso, sobrino del alcalde, quien llegara un verano para pasar las vacaciones, fue entrando, poco a poco, en sus entretelas. Sin que Galo lo supiera, sin que ella se enterase...

Se enteró después, cuando ya no había remedio: el día en el que ella le anunció la funesta noticia... Galo había acudido a la cita con aquel traje de lino blanco, comprado para la ocasión, con la intención de proponerle matrimonio.

-Has de ir a hablar con él, niña, o no te dejará nunca en paz.

Se convenció de la necesidad de una seria conversación con Galo la noche en que despertó entre fumarolas. Allí estaba él, en la penumbra de su habitación, observándola muy serio. Cuando acudieron en su ayuda, alertados por los alaridos, Galo se había esfumado ya.

A la mañana siguiente se despertó resuelta en dejar pasar aquel día sin hablar con él.

-¿Te acompaño, hija?

-No, abuela, debo de ir sola.

Se dirigió hacia donde crecen los cipreses. Besó con ternura la fotografía de Galo que fijaron en su lápida y le juró, una vez más, que él era su único amor y nunca podría olvidarlo. Le pidió perdón por lo que le había hecho, y que si volvía a rondarla en forma de espectro, entendería que no la perdonaba, y no se casaría con Alfonso hasta que él no se lo permitiese.

Nunca más volvió a ver la cara triste de Galo observándola desde los cipreses...





domingo, 11 de noviembre de 2007

Las Lágrimas de Raquel


Te sientas a contemplar, a través de los cristales, la tarde de cemento, borracha de fina lluvia, y observas cómo la espalda de Jaime se pierde entre gentes diluidas con pereza sobre los grises del prado.


"El otoño en Madrid es digno de ser vivido -decía el marido de Raquel-; no hay nada como pasear una tarde fría por el Retiro, al abrigo de los árboles centenarios, aterirse con la humedad de sus sabias, mendigar un chocolate caliente en alguna vieja tasca de las callejuelas del barrio de los Austrias"; nadabais entre óleos coloristas de Zuluaga, pero eso fue después, cuado lo vuestro, aunque quisierais negarlo, ya no tenía remedio.

Cuántas veces lamentaste la ausencia de esas impresiones en Jaime, su desinterés en aquellos jardines lacónicos, la desidia en la carreras sobre los adoquines empapados, su inobservancia de la regla de salpicarse con los charcos, ésa que nos devuelve a la chiquillería gozosa; llegaste a la funesta conclusión de que Jaime no era el marido de Raquel, y ése era el motivo por lo que, cada día que pasaba, se alejaba de tus ganas por un pasillo diametralmente opuesto. Tus silencios, huidas y excusas, no eran sino la evidencia de un amor moribundo; te exasperaba la indiferencia con la que Jaime se tomaba todas esas señales que pedían a gritos un pequeño hálito de aire fresco...

¡Qué tonta fui!, piensas ahora. Hace apenas unos minutos, mientras Jaime y tú tomabais juntos el último café de vuestra vida, él negaba tal indiferencia: "Era amor, confianza ciega, de la que no permite dudar". Ése fue su error; pensar en el amor como una sustancia que fragua igual que el hormigón con el paso del tiempo.

No fuiste capaz de decirle que, en realidad, a quién querías no era a él, que si te casaste fue llevada por una inercia, por un acontecer de las circunstancias -de las que no eras consciente o no querías serlo-, y por un miedo irracional a la soledad... Jaime confiaba en ti, igual que lo hacía Raquel, y tú... los traicionaste, y ahora es tarde, ahora el agua del río ha llegado al mar, y es imposible retomarla para que vuelva a pasar por ese rincón de tu vida desde el cual ves escaparse el cauce.

Apuras el último sorbo de café; la inundación de tus ojos no te deja ver cómo se disolvió Jaime entre la gente para siempre. Miras las mesas, repletas de fugitivos del frío que meriendan en el viejo local que tantas veces frecuentaste con él, el mismo en que te has atrevido a citarte con Jaime. Todo el mundo ahí es ajeno a ti, y tú lo eres a ellos. Observas sus caras de alegría y comfort, inmersos en ese calor que os envuelve, seducidos por el aroma del café caliente y la tostada de media tarde. Los momentos en los que él y tú erais parte de ellos -los que ahora disfrutan de esa tarde que muere ante tus ojos- han sucumbido al contumaz capricho de las felicidades de contrabando y los amores de estraperlo.

Acabas de llegar a tu casa y crees que ya has olvidado a Jaime. No puedes distinguir, en tu memoria, su espalda confusa entre el meandro de gente que lo engullía en un viscoso olvido. Ahora, la realidad es otra: ¡qué vacía está tu casa!
Del marido de Raquel apenas queda nada desde su marcha: el cepillo de dientes, un fotografía en el Retiro que os hizo un marroquí que vendía discos pirateados, alguna prenda olvidada en un cajón... y poco más; pequeños vestigios de un calamitoso hundimiento que conservas como altar al que dirigir tus ruegos, tus súplicas; tu que apostataste de Dios. Pretendes encontrar algo que preserve la ilusión de una cierta vuelta suya.
De Jaime no hay nada. A Jaime lo echaste tú. Tan sólo alguna química imagen; nimios recuerdos que ahora buscas en un cajón olvidado con el propósito de sumarlos a tu relicario de tristezas.
¿Y de Raquel? De ella no te atreves ni a poner una fotografía en un marco. Has impuesto a tu persona la penitencia de no poder contemplar su rostro. Aunque, como ya sabes, te mientes; la culpa que llevas dentro no soporta mirar siquiera sus ojos, que aparecen lánguidos tras esa sonrisa malva. Al dolor de haberle perdido a él has de sumar el otro, el más fuerte, el que ya nunca podrás arrancar de la caverna de tus noches oscuras, el que te acompañará hasta el final de tus días, como el que soporta la madre que pierde al hijo. El dolor de haberlo perdido a él se irá diluyendo en el tiempo como un terrón de azúcar en un café amargo, hasta que sólo quede un sabor dulce como recuerdo suyo en tu memoria. Sin embargo, el dolor de la sangre nunca se olvida, permanece acurrucado en los rincones más sórdidos, más íntimos, merodeando en los sueños, acechando para abalanzarse sobre ti en nocturnidades de tránsitos inciertos, de insomios sempiternos, de culpa mísera y lacerante...

Ahora comprendes qué debió de sentir Jaime, cuánto sufrió Raquel: la pérdida de la persona a quien más se quiere. Piensas que recibes merecido y justo castigo por todo el daño que has provocado. Pero hay una gran resistencia al arrepentimiento, todo aquello que viviste junto a él permanece, y amarga aún más. Conservas un atisbo de satisfacción en tu interior y eso mortifica la pena que soportas a causa de tanta tragedia.

Escuchas La Danza de los Espíritus Buenos de Gluck, y recuerdas que fue él, el marido de Raquel, quien te enseñó el amor por la música clásica: "La música es la esencia de Dios -clamaba- Él vive en su ritmo"; esa misma que no entendía Jaime, tu marido. La flauta de Thijs Van Leer te devuelve la profundidad de su mirada -triste como el timbre de esa travesera-, que te observaba, hace apenas unos días, desde el otro extremo del sofá donde ahora te sientas. Miras por la ventana, como nunca antes lo habías hecho hasta que fue él quien te enseñó a disfrutar de la hecatombe gris de una tarde de otoño, fría, húmeda...
En esa casa mueres y decides que necesitas salir. Tus pasos no son de evasión, conducen, sin darte cuenta, hasta la que fue la puerta de Raquel, cerrada ahora a cal y canto. Sumida en cavilaciones te alejas calle abajo, martilleando las paredes con pisadas de ante húmedo que provocan una cuadrilla de ecos hostigadores. Lejos de querer escapar a esta congoja, con el alma en esta de sitio, llegas hasta los mismos lugares por los que paseabas con él, cuando aún vivías con Jaime, cuando él todavía era el marido de Raquel, cuando ambos jugabais a engañaros, queriendo creer que lo vuestro no era sino una simple amistad; el Paseo del Prado, los adoquines mojados, el Jardín Botánico, el viejo Madrid de los Austrias... Esperas, sentada en el mismo banco de piedra, frente a la Fuente de las Cuatro Conchas, a que deje de pasar gente.Ya es tarde. La noche avanza y sientes frío; él no está aquí para abrazar tu cuerpo.

Os mentíais, y tú lo sabías. Te acercas al metro cada tarde; queríais creer que era un formalismo, nada que ver con algo al margen de una relación entre compañeros. La oficina estaba lejos de Madrid, y los atascos, en las tardes lluviosas de invierno, daban para mucho.

Cuántas veces habrás lamentado que Raquel pidiese a su marido que intentara colocarte en su empresa. Habríais de haber tenido en cuenta que, las miradas furtivas que os dedicabais desde que ella os presentase, hacía más de cinco años, no era mera curiosidad de desconocidos. Raquel era tu hermana, y jamás habrías dado a su marido de beber de las humedades de tus sábanas. Nunca hubo una palabra, un atisbo, un gesto, nada que pudiera revelar algo que no fuese un simple amistad.

Te atrajo desde el primer momento en que Raquel os presentó. Sí, lo recuerdas bien, fue aquella tarde en la que ambas habíais quedado en el café Lyon. Cuando llegaste, empapada por una fina lluvia de noviembre, él ya estaba allí, con ella, sentados en una mesita desde la que se contemplaba la Puerta de Alcalá. "Esta es mi hermana...", dijo ella mientras se levantaba y besaba tu mejilla. Pediste disculpas por mojarle con el abrigo y él contestó que estabas muy atractiva empapada, casi tanto o más que tu propia hermana. Raquel rompió en una carcajada: "Siempre tan galán!", rio dándole un golpecito en el brazo. Lo recuerdas bien. Pero lo que tu hermana no percibió fue la mirada de fuego de él te dirigió.

Ya sabías, desde aquel momento, que no tenías que haberos visto nunca más, que cada vez que salíais a comer, al cine, o tomar copas -bajo la insistencia de Raquel-, vuestras miradas se cruzaban con la furtividad de los estraperlistas. Que tu cuerpo se estremecía ante su sola presencia.

Luego vino la boda, primero de ellos. ¿Recuerdas cómo lloraste la noche anterior, sola, en tu habitación? ¡Y tú eras la dama de honor de la boda de tu hermana! "¿Por qué lloro?", te preguntabas. En el momento en el que él dio el "sí quiero" sus ojos fueron para ti, su mirada buscó los tuyos entre los familiares de la novia que os sentabais junto al altar.

Después vino la tuya, con Jaime. ¡Cuánto querías a Jaime! ¿O no? Te prometiste no repetir lo que él hizo. Estabas nerviosa y todos los achacamos al día, al evento. Pensaste en no alzar la mirada de tu ramo de novia cuando pronunciaras el "sí quiero", pero no pudiste. Elevaste los ojos y giraste la cabeza hacia atrás. Todos pensamos que dedicabas un saludo a Raquel, pero a quien buscabas era a él. Y lo encontraste. Estaba junto a tu hermana, y él sabía que tus ojos eran suyos en ese momento; sentiste un estremecimiento en tu vientre.

Cuando te quedaste sin trabajo y Raquel te dijo que tal vez él te pudiera encontrar una colocación en su empresa, tú temblaste por un momento. Sabías que deberías haber dicho que no; pero una vez más, te mentías.

Él te vio una tarde en la parada del bus, después de salir de la oficina, y se ofreció para acercarte hasta Madrid. Tú no te negaste.

Al principio no hablabais, ¿lo recuerdas? Os conocíais desde hacía cinco años y casi nunca habíais hablado demasiado. "Saluda a Raquel", le pediste cuando llegó a la parada del metro. Te apeaste del coche y poco antes de que te engullera la boca del metro escuchaste que te llamaba: "¿Quieres que te espere mañana?" Sabías que tenías que haberle contestado que no, pero, una vez más, te mentías.

Al día siguiente estabas nerviosa. Sabías por qué era, pero fingías ignorarlo. No deseaste todo el día sino que llegara la tarde para encontrar su coche en la parada del autobús, esperándote, Y así llegaron otras tardes, otro anhelos, otros deseos que tú querías camuflar bajo apariencias inocentes. Comenzasteis por hablar del trabajo, de lo agradecida que estabas porque él te lo hubiera proporcionado. Y mentías, y eras consciente de ello, y él también lo supo. Los atascos de las tardes frías del invierno de Madrid dan para mucho, y pronto empezasteis a hablar de vosotros mismos.

Os conocíais desde hacía cinco años y en realidad no sabíais nada el uno del otro, pero pronto os visteis contándoos confidencias que ni siquiera compartíais con vuestros esposos y, descubristeis que teníais muchas cosas en común...


¿Cuándo te diste cuenta de que el hielo crujía bajo tus pies? Sí, fue el día en el que él, cuando te llevaba una tarde más en su coche, puso aquella canción de Serrat: "Lucía"; como tu nombre. No podía ser una coincidencia: "No hay nada más bellos que lo que nunca he tenido, nada más amado, que lo que nunca tendré..." Aquella canción era un grito desesperado, burdo y pueril; él no habló en todo el trayecto hasta el metro. Aquel día tenías que haberle dicho que no volverías a bajar a Madrid con él, que las cosas comenzaban a ponerse demasiado peligrosas, pero... Una vez más, te mentiste. Sabes que no querías decir no cuando él te propuso tomar una copa al día siguiente. "Que guapa estabas el día de tu boda -te dijo-, cuando me miraste". Le debías haber dicho que no le miraba a él sino a Raquel, tu hermana, su esposa. Seguro que con eso..., con eso habría bastado para que hubiese comprendido; pero no, callaste, y con tu silencio... Otorgabas. Luego, sola, en el metro, parecías un globo henchido de gozo; sabías que él, en todos esos años, lo había olvidado aquella mirada furtiva.

Al día siguiente le dijiste a Jaime que llegarías tarde por motivos de trabajo. Sabías que el esposo de tu hermana le dijo a ella lo mismo. Mentíais. Ambos los hacíais: a ellos y vosotros mismo. Esa noche, de vuelta a casa, simulabas estar indispuesta cuando Jaime quiso hacerte el amor. Te costó conciliar el sueño porque era la primera vez -eso pensabas- que habías mentido a tu marido; tú que le pediste, como primera condición, el día que comenzasteis vuestra relación, decir siempre la verdad.

Es cierto que sentiste ciertos remordimientos mientras esperabas, esta vez, en un bar cercano a tu oficina. También es cierto que acordasteis que aquello sólo sería una amistad inocente, que nunca pasaría de ahí, que nunca haríais daños a Raquel; ni siquiera pensaste en Jaime. ¡Ay, cómo os mentíais! Y vosotros lo sabíais, siempre lo habíais sabido, desde que os presentara tu hermana en una tarde ya olvidada.

Te reuniste con él a la hora convenida. Hablasteis como si os conocierais de toda la vida. Ambos reparasteis en que vuestras conversaciones ya no eran acerca del trabajo o de la cotidianidad, sino de vuestras vidas, sentimientos, emociones y deseos. Emitíais señales inequívocas de lo que sentíais el uno por el otro, aunque que prometisteis no hacerlo para no perder aquello que teníais.

Aún recuerdas el día en que te besó. Estabais en La Dolores, frente a la iglesia del Cristo de Medinaceli. Habíais tomado varias cervezas y conversabais, sentados en una mesa, junto a la cristalera. Hubo un silencio, cerraste los ojos, mecida por un columpio etílico. Apoyabas tu cara sobre las palmas de las manos, con los codos sobre la mesa. Entonces sentiste la lava de sus labios sobre los tuyos. Tendrías que haberle recriminado. deberías de haber retirado tu cara de inmediato, haberle dicho que jamás volviese a hacerlo, que no volverías a verlo más; pero no abriste los ojos sino tu boca, permitiendo que aquel beso comunicase, por el fin, el deseo amarrado durante tanto tiempo. "No volverá a suceder más", os jurasteis, pero bien sabíais que os mentíais.

¿Qué vino después? ¡Ah, sí! ¿Lo recuerdas? Lo inevitable. Aquello que siempre pensabais que podría pasar, y fue en un hotel, en uno de esos de amantes turbios de película rancia. Pero os salvaba el amor. Sí, ya sé que os queríais, que lo vuestro no era puro sexo, eso era seguro. Pero luego, ¿qué hacer? Tomasteis una vida que no os pertenecía. Vivíais furtivos encuentros, escondiéndoos en cada esquina, ocultando aquel fuego de las miradas impertinentes. Las camas insulsas de los hoteles, el asiento trasero del coche en el peor de los casos. Risas y arrumacos que se convertían en penuria y llanto a la vuelta a casa. La cara del fingimiento, de temer que cada noche tu marido te pidiera lo que por derecho le correspondía; cómo decirle siempre que no.

Jaime fue el primero en darse cuenta de que algo no funcionaba. Descubrió en tu cara descompuesta, cada vez que se acercaba a ti, que había alguien más. ¡Pobre Jaime! Te pidió que no le engañases, que por favor no disimularas, que, si había otro, se lo dijeras y en paz. Siempre fue tan civilizado... Pero el dolor, aullando en su semblante, no era fácil de ser ocultado, por muy civilizado que fuese; cómo decirle que era el marido de tu hermana, cómo afrontar que la familia se enterase, cómo reaccionaría Raquel.

Jaime se fue de casa una tarde fría, gris, lluviosa, como aquellas en las que los atasco de Madrid daban para mucho. Y te quedaste sola, somo lo estás ahora.

¡Qué miedo tenía él a contarle la verdad a Raquel! Pero tú lo tenías más, y lo sabes. Te pidió que estuvieras junto a él cuando todo aquello acabase para siempre; no te podías negar.

Ella, Raquel, tu hermana, supo que algo no marchaba bien cuando os vio aparecer; tu rostro era todo un poema, y antes de que hablarais ella ya lo sabía todo. Las primeras lágrimas que brotaron de sus ojos te quemaban como ácido. Nunca las podrás olvidad. Ahora, en la soledad de tus noches de escarnio, las lágrimas de Raquel salen de la botella grosera y queman tus entrañas.

Sí, lo conseguisteis, lo recuerdas bien. Ella dejó de hablarte, tus padres se olvidaron de que tenían otra hija que fuera Raquel. Pero os teníais el uno al otro. Edificasteis una casa en una parcela que no era la vuestra. Hundisteis vuestros cimientos en un magma de dolor; heridas abiertas que jamás cicatrizarían.

Aún recuerdas la voz de él cuando te llamó por teléfono... Estaba en casa de Raquel. Había ido a recoger las cosas que aún no se había llevado y allí la encontró: lívida, en el suelo, sin vida, con la mirada perdida y un rastro de lágrimas en sus mejillas...; retorcida por el dolor del veneno.

Él ya no fue el mismo, tú tampoco. Llegaste una tarde a casa y no estaba; supiste que ya nunca volvería. El precio de vuestro amor había sido muy caro; las lágrimas de Raquel.



viernes, 9 de noviembre de 2007

La Naturaleza de los Alacranes




Cuando finalizaba el estío abandonábamos nuestros cargamentos de pesadumbres cerca de la rivera, con la esperanza de que, ocultándolos a la vista, los encenagasen los lodos de las cercanas crecidas; después, nos mirábamos con una sonrisa cínica: sabíamos que ninguna pátina podría enterrar tanta podredumbre, que ni el viejo Sigmund y su negación servirían de alivio a tanta batalla perdida, tanto camino errado, tanta esperanza diluida.

Supimos que nos queríamos por lo que dejaron escrito de nosotros antiguos antepasados con vocación de profetas, a pesar de que nunca nos tocamos un pelo e ignorásemos cuál era el sabor del roce de nuestros labios. De los dos, ella siempre fue la más fuerte; construyó, sólo con su ahínco, un puente recio que permitiese el paso de las caravanas de indolentes que emigraban desde el umbrío norte.

Sentado en lo alto de un risco, protegido tras las sombras de oscuras encinas, embriagado por el aroma de las jaras, cauto ante el acecho de los alacranes y temeroso de la mirada de los reptiles, observo la migración de los indolentes con la esperanza de que alguno acabe en el río. Ella acude en mi busca y reprocha mi actitud de córvido, entonces yo le hablo de la naturaleza de los alacranes y no parece entender nada.

Entre la hecatombe de cuerpos hundidos en el fango descubro a alguien que no ha sucumbido a la asfixia; deambula entre los que otrora fuesen peregrinos de ilusión; contempla, mudo, impertérrito, la inmolación: es Dios, que parece molesto ante el lamento quejumbroso de los que aún pueden clamar por ayuda.


Ella llora desconsolada, con la cabeza entre las rodillas -observo su melena rubia y sé, sin necesidad de acudir a los antiguos oráculos, que la amo-; no alcanza a comprender porqué Dios nunca escucha a los indolentes. Le digo que está entre lo que quedó de ellos, pero ella, que sí cree en él, no puede verle.

Desde mi refugio compruebo que Dios se ha percatado de nuestra presencia; creo que se se debe al llanto de mi niña. Comienza el ascenso al risco; comprendo porqué tropieza tantas veces entre los chinarros del camino. Alcanzo a oír su respiración fatigosa acercándose más allá de las encinas. Llamo la atención de ella, que se enoja conmigo porque cree que me estoy burlando.

Los ojos de Dios están enrojecidos, como siempre los recordé, y no parecen reparar en la presencia de ella, que ahora se muestra más tranquila. Sé que quiere hablarme, siempre que lo he visto ha querido hacerlo. Pero no se atreve, porque teme desvelarme alguna verdad. Sólo me contempla.

Le pregunto a ella, que si viera a Dios, qué le diría, qué le preguntaría... Pero no quiere hablar del tema.


Dios se ha sentado a mi vera. Mientras nos embriagamos con el aroma de las jaras observamos cómo ella reconstruye el puente. Olvidé decirle que se mantuviera a salvo de la mirada de los reptiles y del acecho de los alacranes; algo que ella y yo sabemos. Creo que es demasiado tarde: los alacranes, que se han acercado peligrosamente, ya rodean su cuerpo; sólo esperan un mínimo movimiento, un gesto. Los reptiles aguardan impacientes.

Ella regresa y le digo que sólo quedamos los dos; y los alacranes, que son divinos, pues han devorado a Dios y ahora participan de su naturaleza; los reptiles huyeron, pues conocían de la contundencia de los aguijones y de la voracidad de las pinzas.


fot: Fernando Gago

La Leyenda del Barranco del Lobo



La Leyenda del Barranco del Lobo




Pregunté a mi abuela si alguien había bajado alguna vez al fondo del barranco. El mero hecho de mencionar tal acto le producía un horror atávico. Miraba su brazo y me enseñaba el bello erizado ante la peregrina idea de imaginar lo que podía esconder el Barranco del Lobo. "El mismo infierno", contestaba. Luego proseguía, bajando la voz, como si alguien, a quien temía invocar con su solo pensamiento, le fuese a escuchar desde algún recóndito rincón: "Allá abajo no hay nada; la oscuridad más absoluta; la desolación más profunda; la soledad más terrible." Se ensimismaba en la vacilación de la llamas y, distraídamente, atizaba la lumbre obligándola a que se revolviera furiosa. Rumiaba una retahíla de rezos mientras se persignaba en la negritud de su atuendo. Luego, incendiados los ojos, susurraba: "Recuerdo al último de los cuatro caballeros acercándose por el sendero del valle. Pasó altivo cerca de mí. No se dignó en mirarme, o quizás ni siquiera reparó en mi presencia. Cuando me hubo rebasado, el caballo giró su cabeza y me dirigió la que sería su última mirada en este mundo. Desaparecieron, caballo y caballero, engullidos por la abominable niebla. Dejé de escuchar los sonidos sordos que producían los cascos a su paso. La campana del pueblo comenzó a sonar y, pronto, aquel tañido se diluyó en la espesura flotante que devolvía, de mala gana, un eco que se produjo en las interioridades del frío abismo que se adivinaba detrás de la capa espesa que lo cubría.”
“La noche fue terrible. Mezcladas con unas risas abominables se oyeron los gritos del infortunado caballero y los relinchos enloquecidos del caballo que resonaron por todo el valle. Aquella noche, en el pueblo, nadie se atrevió a salir de sus casas; ni siquiera a por leña a los chiscones, a pesar de que corrió por las calles el más gélido viento que nunca sopló desde el risco pelado."

Contaba mi abuela que hace muchos años, envuelto en la noche, llegó al pueblo un caballero reclamando ayuda: pedía a gritos que por el amor de Dios le abrieran una puerta. Llorando, imploró compasión. El que unos desalmados le persiguiesen para darle muerte no bastó para que alguien le procurase el cobijo que el infortunado demandaba. Se oyeron los cascos de varios caballos y el caballero agudizó sus gritos. Cuatro jinetes llegaron a la plaza, encontraron al caballero, exhausto de aporrear puertas, tendido junto al brocado de la fuente. Le tomaron, pasaron una soga por su cuello y le colgaron del campanario. Recordaba mi abuela el terror que producía escuchar el repique de las campanas producido por el pataleo estrambótico del desdichado. No sabía qué era más macabro, si los ruidos estertóreos que producía el ahorcado en su agonía o las risas de los cuatros verdugos.

A la mañana siguiente los vecinos del pueblo bajaron el ahorcado del campanario. Tenía la mirada extraviada y huída de la boca una malvecina lengua imposible de concebir en un ser humano. Ante la vergüenza de presenciar tan execrable crimen sin mover un solo dedo para impedirlo, permitiendo la horrible muerte de aquel infeliz, decidieron deshacerse del cuerpo arrojándolo al Barranco del Lobo. Nadie había bajado nunca al barranco porque, según mi abuela, ni en los días más soleados era posible vislumbrar el fondo. El cuerpo se despeñó pared abajo hasta que desapareció entre la maleza más profunda que desde arriba podía verse.

Pero ahí no quedó todo. A la noche siguiente oyeron unos espeluznantes gritos que provenían del barranco entretanto tañían, rabiosas, las campanas de la iglesia. Los mayores del pueblo aseguraban que el alma del ahorcado venía a cobrarse la cobardía que permitió su muerte.

Mayor fue el terror cuando, tras soportar aquel pavoroso coro de alaridos que importunaban el sueño del pueblo cada noche, llegó la noticia de que aquel infortunado no era sino el caballero don Carlos de Torroja, primogénito del conde don Andrés de Torroja y Castaño, grande de Castilla por la gracia de Dios y la grandeza de su majestad Fernando I, que por tener amores con la bella Beatriz -hija de una desabrido noble de Zamora llamado Sancho de Horcajo, que por envidia a su padre y a toda su noble casta, profería un odio feroz contra todo lo que oliera a Torroja- sufrió la ira de éste al ser prohibidos los amores de ambos. Beatriz creía morirse, pues no bastaron su lloro e imploro ante la intransigencia de su padre.

Como el montaraz Sancho viese a su hija atisbando encima de la verja de su hacienda para ver si podía ver a su amado aguardando por ella al otro lado de la tapia, la encerró en sus aposentos sin la posibilidad de poder salir. Ella, con un óbito por corazón y un funeral por alma, ató a uno de los barrotes de su ventana un pañuelo negro en señal de luto; luto por la muerte en vida, que por culpa de su padre, se veía abocada a sobrellevar.

El caballero don Carlos de Torroja, que estaba al corriente del castigo de la pobre Beatriz, estalló en cólera ante la impotencia de no poder hacer nada contra la sinrazón del padre. Una noche trepó hasta la ventana de su bella amada sin ser visto y allí, ante las alimañas de la noche como únicos testigos, se juraron amor eterno. A la mañana siguiente, el padre de la dama, se enteró por medio de uno de sus sirvientes de la visita del caballero Torroja. Como no podía consentir aquella afrenta mandó un mensajero a la casa de los Torroja, advirtiendo y amenazando de muerte a don Carlos si persistía con el atrevimiento de querer ver a su hija.

Transcurrieron días y semanas, pero don Carlos no cejó en su empeño. El tiempo pasaba y el caballero no conseguía su propósito, aunque sí aumentaba la desesperación y aversión contra aquel despótico padre, que tanto empeño tomara en no permitir aquella amorosa unión.

El padre de la hermosa muchacha comenzó a buscar pretendientes entre los primogénitos de las familias por él conocidas y estimadas. Fueron muchos los jóvenes que hasta la hacienda se acercaron al olor de la consabida fama de la hermosura de Beatriz; los mismos que ella despidió sin más contemplaciones. El padre, exasperado por la actitud de su hija, decidió que ingresara en un convento, cosa que Beatriz aceptó de buen grado; prefería consagrar su vida a Jesús, nuestro señor, antes que a cualquier hombre si el Destino no permitía que fuese don Carlos.

La noticia del ingreso en la vida monacal de su amada no podía ser aceptada de buen grado por el noble caballero don Carlos. Muchas fueron las noches de soledad y desaliento que tuvo que sufrir. En una de ellas tomó el decidido propósito de atravesar los muros del convento en busca de un amor que ya, definitivamente, se había convertido en prohibido, consagrado a Dios y no a los hombres.

La historia de mi abuela no especifica cómo encontró a la dama dentro del sagrado recinto. El caso es que allí dentro se vieron; el caballero don Carlos prometió a la noble dama que jamás la abandonaría, es más, que la sacaría de aquella inmerecida condena a la que su padre, presa de la locura más tremenda, le había obligado padecer.






Pero no sólo debieron de ser pláticas las del caballero y la novicia, pues a los pocos meses fue mandada de regreso a la hacienda de su padre, expulsada por la madre superiora, debido a los ya innegables síntomas de su patente embarazo. El padre, preso de una terrible cólera, mandó a cuatro de sus más temibles sicarios a dar caza al caballero don Carlos.

Cuando el terrible padre de Beatriz enseñó a ésta una de las prendas del amado, como prueba de su muerte, cayó al suelo sin sentido, estado del que no salió a pesar de los cuidados de los sanadores, que por aquel entonces, estaban al servicio de tan cruel bestia, sumiéndose en el más dulce de los sueños que habría de llevarla directamente al sepulcro.

Según mi abuela, hay quien dice que antes de expeler el último suspiro, la infeliz Beatriz vomitó cuatro culebras que hubieron de aplastar con los candelabros que la velaban.

Desde entonces, la campana del campanario donde ahorcaron al caballero don Carlos, es tañida por mano invisible cada aniversario de su asesinato; su sonido se esparce por kilómetros a la redonda, inundando el valle en la bruma de la noche, provocando el pavor en los rostros de los habitantes de los pueblos vecinos, los cuales, se persignan cuando pasan por las cercanías del pueblo que se levantó al borde del barranco; su único vestigio, el campanario, lo demolió una comisión de vecinos de la comarca hace años. Aunque eso no impidió que, en noches como esta, la campana aúlle frenética.

jueves, 8 de noviembre de 2007

El enemigo está dentro





Aun recuerdo cuándo la niña apareció vestida de muerte.

La habíamos estado buscando durante tres días: en el pinar, en el Pozo Viejo (donde hacía unos años quedó olvidado el cuerpo de Aledaña), en las marañas del barranco... Se había suspendido la búsqueda porque una tormenta amenazaba más tragedia. Los picos desaparecieron engullidos por bocas oscuras y decidimos bajar al valle y continuar al día siguiente. Que la niña no aguantaría una tercera noche lo sabíamos todos, aunque Marga albergarse la última esperanza de una madre huésped del desatino.

Aguardábamos impacientes en la taberna de Dionisio, vertidos sobre la barra, encorvados en las mesas, impotentes, anhelantes. No podíamos hacer nada hasta que, al menos, escampase; esperar a la madrugada. Pero aquella tormenta del demonio parecía enfurecerse más a cada momento. Los rayos quebraban los pinos de la ladera por las que vierten las torrenteras y los truenos golpeaban las ventanas con la insistencia perversa del verdugo impaciente.

Héctor, el padre de la niña, huía de aquella barra de madera -pulida durante décadas por codos ociosos- amarrado a una jarra de cerveza. No nos atrevíamos a consolarlo, porque ninguno de nosotros encontrábamos el ánimo suficiente para asegurarle que la niña aun podría aparecer. Deseábamos que alguien se le acercase para decirle que la niña era lista, que habría encontrado un hueco entre dos rocas, allá, cerca de los apriscos. Pero todos recordábamos cómo aparecieron los restos esparcidos de Nicanor. "Le dije a su madre que no dejara salir sola a la niña", mascullaba entre amargos sorbos.

Algunos miraban entre los resquicios de las persianas echadas, con la esperanza de vislumbrar alguna estrella en el cielo pero parecía no concederse tregua alguna al desaliento y la desesperación. Mi atención se centraba en las miradas, que de soslayo, se dirigían Héctor y Aquiles, con la incertidumbre de no haber sabido nunca quién de los dos depositó sus genes en aquella niña. Héctor, con el agrio semblante del oso herido y extenuado, había aprendido a disimular la mala digestión de aquel sapo que envenenaba sus ríos. Aquiles, dueño de la resignación del que no tiene nada, devolvía cada dentellada que salía de las pupilas de Héctor sin un pestañeo. Los dos hermanos se habían colocado uno frente al otro, Héctor en la barra, apuntalado por las jarras de cerveza, Aquiles, en una de las mesas, sereno, frío; nunca lo habían vuelto a hacer desde poco después de aparecer Marga.

Todos callábamos, pendientes, tanto de las patadas que asestaban aquellos demonios enloquecidos contra puertas y ventanas, como de la densa atmósfera que se condensaba en los escasos dos metros que separaban a los hermanos.

Algunos se preguntarían, angustiados, por el paradero de la niña. Y no podrían apartar de sus mentes el día en el que, por las turbias aguas que bajan por la torrentera del "Urraco", emergió la mano, huérfana de brazo, de Nicanor; la misma con la que una vez agarró del cuello al pobre Nicolasito. No era nada usual que Nicanor hubiera abandonado el rebaño sin encerrarlo en el aprisco. Su mano, varada entre las zarzas, morada y vestida con una faldilla de jirones de carne, mordisqueada por los cangrejos, anunció el funesto presagio. Cerraban los ojos en la espesura del humo de la taberna, como si así pudieran evitar ver, una vez más, todos los demás restos de Nicanor abandonados por las inmediaciones del arroyo. "Los lobos no descuartizan a un hombre, esparciendo sus restos por los pedregales, sin ni siquiera haberlo devorado", dijo don Eusebio, el veterinario, al pie del torso desnudo que parecía reposar, desprovisto de piernas, brazos y cabeza, en una roca donde los pastores se reunían para almorzar. Y lo que más nos aterrorizó a los que allí estuvimos, no fue pensar que aquel desastre lo hubieran cometido los lobos, que como cada invierno bajaban a hostigar a los rebaños, sino que un hombre ilustrado, universitario, y con la sabiduría de don Eusebio, lo desmintiese tajantemente.

Si la niña no aparecía, serían ya tres las personas muertas en el valle en extrañas circunstancias. Y lo que temíamos todos, como vuelta de tuerca y ajuste de trinquete en aquella prensa mordaza, era que la tensión acumulada durante años en torno a los dos hermanos se desatase furiosa y violenta, como un huracán encerrado en el espacio de aquella taberna.

Marga, demudada por el dolor y el mal presagio de los acontecimientos, era atendida por alguna de las mujeres de los allí presentes. Su mal color de cara, aliento agitado y frío constante, hicieron temer seriamente por su salud. La esposa de Dionisio habilitó una cama en un cuarto que usaban de almacén y allí la acomodaron, rodeada de un cortejo de oscuros rumios y plegarias que se nos antojaban fúnebres. Yo no sé qué sería peor para ella, si permanecer con nosotros en la taberna, masticando el humo denso del tabaco y el aire viciado de nuestras respiraciones, o ser presa de aquellas consumidoras de estampas rancias, advocaciones marianas y devoradoras de rosarios, siempre a la espera, como buitres pacientes, de que la desgracia se acomodara en algún hogar para tomarlo por asalto con sus rezos y rogativas. Permanecíamos en silencio, refugiados en nuestras cavilaciones, escuchando la letanía de misterios que, desde el interior del cuarto, se habrían paso como una culebra zigzagueante entre el ulular del viento cuando, un brazo de este, encolerizado y rabioso, logró romper el postigo de una de las ventanas de madera. Ésta sacudió con estrépito sobre el marco, como una explosión de pólvora, y la tormenta, furiosa, trató de entrar en la estancia tirando una mesa al suelo y a los cuatro hombres que a ella se sentaban. Hubimos de atrancar la ventana como pudimos con unas traviesas de madera que el tabernero usaba para descargar los toneles de cerveza del carro.




Por un momento, el asedio de los elementos nos había hecho olvidar a la niña y a sus dos padres. Ellos seguían allí, impertérritos, ajenos a la hecatombe climática que amenazaba con desbastar todo el valle. Héctor mostraba en el semblante el influjo del alcohol, dibujando en su cara una mueca ida y amenazadora, sin apartar la mirada de su hermano. Aquiles, glacial, mudo, con los formidables músculos, que el hacha y la sierra de calar le habían cultivado durante todos sus años de leñador, tensos como la roca marmórea de las cumbres ahora devoradas por rayos y lobos asustados.

Serían más de las tres de la madrugada y el temporal, no sólo no mostraba visos de amainar, si no que arreciaba por momentos. Escuchamos un estruendo fuera y el relincho asustado de los caballos; se acababa de desplomar el establo contiguo a la taberna y las pesadas vigas de madera debían haber caído sobre los animales que gritaban histéricos. Dionisio pretendió salir a salvarlos; intentamos disuadirle primero y se lo impedimos después. Hubo un forcejeo y acabó en el suelo, de rodillas, rendido e impotente, llorando y maldiciendo el día en que abandonamos a Aledaña en el Pozo Viejo.

Enmudecimos todos. La historia de Aledaña se propagaba como el fuego en la yesca. Las viejas se persignaban ante la pronunciación de su nombre mientras los niños jugaban con muñecos de paja, a modo de mujer, que primero colgaban y luego prendían hasta que eran amonestados por algún temeroso de su aún no extinta magia. Hay quien decía que todas aquellas desgracias no eran otra cosa que su venganza, pero eso eran los más mayores, los que aún tenían memoria para recordar.

Después de que el empeño de Dionisio cejase, nos dimos cuenta de que la tragedia que merodeaba fuera, al fin, había conseguido penetrar dentro. El grito ahogado de uno de los dos hermanos alertó nuestra atención. Allí, entre la pared y la mesa, en medio de aquel humo denso y rodeado de la mirada incrédula de su hermano y nosotros, permanecía Aquiles, con las dos manos rodeando el mango de una faca clavada en su vientre. La sangre chorreaba por su pernera, densa, humeante, escandalosa... Aquiles se desplomó preso de una convulsión.

Héctor, que había permanecido expectante frente él, apartó de un empujón a aquéllos que le obstaculizaron el paso hasta la puerta. La noche lo engulló y nadie hizo nada para detenerle.

Nada pudimos hacer por el infortunado Aquiles, quien falleció, lívido y frío, unas horas después. Marga se abrazó a su cuerpo inerte, gritando entre sollozos: "¿Por qué? ¿Por qué, estúpidos?"

Había amanecido ya cuando el viento y la lluvia cesaron. Abrimos la puerta de la taberna y el sol de la mañana cegó nuestros ojos fatigados. Pudimos comprobar la desolación que reinaba a nuestro alrededor: animales muertos, casas derrumbadas, acequias anegas, cosechas perdidas, calles embarradas...

A Héctor lo encontramos colgado de un desvencijado nogal que hay a la salida del pueblo, balanceándose por el cuello, al ritmo de ese crujido que hace la soga cuando roza sobre la madera, con la lengua morada y los ojos de quien ha visto al mismo diablo. Ante tal escenario dantesco habíamos olvidado la desaparición de la niña y la intención de reanudar su búsqueda hasta que oímos el grito desgarrador de Marga.

La niña había aparecido. Su cuerpo, semidesnudo y medio enterrado en el lodo, parecía tomar el sol en una escena mórbida y obscena. Había descendido, maltrecho ya, arrastrado por el agua ladera abajo desde uno de los riscos hasta quedar varado en la confusión caótica de la arcilla y el ramaje quebrado.

Alguien preguntó por Nicolás, aquel cuyo cuello sufrió los rigores de la mano del desdichado Nicanor. Pero, ante la vista del cadáver de la niña, a nadie pareció importarle que el hijo bastardo de Aledaña hubiera desaparecido...






martes, 6 de noviembre de 2007

El Palacio de Ahmelo


El Palacio de Ahmelo




Orestes Eibar no sabría decir con exactitud cuándo tuvo conocimiento de la existencia del Gran Siderio, morador, cicerone y guardián de las maravillas del palacio de Ahmelo, cincelado en el basalto de la cumbre más alta del Rai-Alac. El Abuelo de Orestes, allá, en las noches estivales de su ya perdida niñez, bajo la arcada celeste que soportaba el peso de las miríadas inquietas de estrellas, ya le hablaba del espectáculo que se observaba bajo la gran Cúpula Diamantina del palacio de Ahmelo: “Constelaciones que ningún ser humano de la Tierra ha contemplado jamás; nebulosas fantásticas que extienden su manto más allá del Pórtico de Sigfrido, iluminando la noche railiana con su peculiar y característica fosforescencia azul turquesa.”




Orestes recreó la figura sombría de los cuatro pináculos del palacio de Ahmelo recortando el perfil oscuro de la cordillera en la noche de Rai-Alac; estos circunscriben una cúpula de diamante desde donde Siderio, inmerso en la nocturnidad, observa el firmamento; ninguna de las constelaciones de la bóveda estrellada railiana había sido vista por humano alguno y Siderio hubo de enumerarlas para que algún día Orestes pudiera llegar a conocerlas: la Rae-Ahm, que en el idioma ancestral de Rai-Alac significa "la montaña de la diosa", la más grande de todas ellas -ocupa más de sesenta grados de arco en el cielo nocturno de Rai-Alac-, y en ella brilla la estrella más fulgurante del firmamento, Meriades, que sirvió de guía durante milenios a las caravanas de mercaderes que provenían del otro lado de la meseta y que, desprovistas de cualquier referencia visual en el Desierto Naranja, habían de caminar de noche, envueltos en la fosforescencia de las arenas y con la mirada puesta en ella; la Raifezh, a la derecha de Rae-Ahm, casi en el horizonte del Meridión, visible de manera completa sólo en los equinoccios; la Arcuhlea, la constelación del viajante; El Pórtico de Sigfrido, desde donde las viejas leyendas atribuyen la llegada a Rai-Alac de los cifirades (el pueblo de las estrellas) en tiempos inmemoriales. Siderio afirma que fueron los cifirades quienes construyeron el palacio de Ahmelo, pues este pueblo añoraba su procedencia estelar y, cada noche, desde la cúpula diamantina, oteaban el sistema de Las Tres Cifiros, lugar del cual provenían. El Pórtico de Sigfrido se encuentra sobre la Rae-Ahm, a su izquierda, y su estrella principal, la Cifiro Fezh, marca el norte celeste railiano, aunque los viajeros y navegantes siempre usaron Meriades como punto de referencia. Sin embargo, fue Siderio quien inoculó el veneno de la curiosidad en el alma de Orestes cuando le describió la belleza de las constelaciones más allá del Meridión, por debajo del horizonte de Ahmelo, en el lado sur celeste, donde la cúpula diamantina no tiene alcance. Allí –narraba Siderio- las noches son claras y tranquilas, las aguas de los mares no se agitan y auguran a los navegantes gratas travesías, siempre sopla la cálida brisa del Asterión. Más allá del Meridión es la Cifiro Arionte la estrella reina del firmamento; la única que permanece inmutable en éste, pues todas las demás son distintas cada noche, en una fantástica mutación que aturde y maravilla a los viajeros; de la belleza de sus cielos llegaban noticias de aquellos que volvieron de más allá de la Cordillera de Ahmlea.