viernes, 9 de noviembre de 2007

La Naturaleza de los Alacranes




Cuando finalizaba el estío abandonábamos nuestros cargamentos de pesadumbres cerca de la rivera, con la esperanza de que, ocultándolos a la vista, los encenagasen los lodos de las cercanas crecidas; después, nos mirábamos con una sonrisa cínica: sabíamos que ninguna pátina podría enterrar tanta podredumbre, que ni el viejo Sigmund y su negación servirían de alivio a tanta batalla perdida, tanto camino errado, tanta esperanza diluida.

Supimos que nos queríamos por lo que dejaron escrito de nosotros antiguos antepasados con vocación de profetas, a pesar de que nunca nos tocamos un pelo e ignorásemos cuál era el sabor del roce de nuestros labios. De los dos, ella siempre fue la más fuerte; construyó, sólo con su ahínco, un puente recio que permitiese el paso de las caravanas de indolentes que emigraban desde el umbrío norte.

Sentado en lo alto de un risco, protegido tras las sombras de oscuras encinas, embriagado por el aroma de las jaras, cauto ante el acecho de los alacranes y temeroso de la mirada de los reptiles, observo la migración de los indolentes con la esperanza de que alguno acabe en el río. Ella acude en mi busca y reprocha mi actitud de córvido, entonces yo le hablo de la naturaleza de los alacranes y no parece entender nada.

Entre la hecatombe de cuerpos hundidos en el fango descubro a alguien que no ha sucumbido a la asfixia; deambula entre los que otrora fuesen peregrinos de ilusión; contempla, mudo, impertérrito, la inmolación: es Dios, que parece molesto ante el lamento quejumbroso de los que aún pueden clamar por ayuda.


Ella llora desconsolada, con la cabeza entre las rodillas -observo su melena rubia y sé, sin necesidad de acudir a los antiguos oráculos, que la amo-; no alcanza a comprender porqué Dios nunca escucha a los indolentes. Le digo que está entre lo que quedó de ellos, pero ella, que sí cree en él, no puede verle.

Desde mi refugio compruebo que Dios se ha percatado de nuestra presencia; creo que se se debe al llanto de mi niña. Comienza el ascenso al risco; comprendo porqué tropieza tantas veces entre los chinarros del camino. Alcanzo a oír su respiración fatigosa acercándose más allá de las encinas. Llamo la atención de ella, que se enoja conmigo porque cree que me estoy burlando.

Los ojos de Dios están enrojecidos, como siempre los recordé, y no parecen reparar en la presencia de ella, que ahora se muestra más tranquila. Sé que quiere hablarme, siempre que lo he visto ha querido hacerlo. Pero no se atreve, porque teme desvelarme alguna verdad. Sólo me contempla.

Le pregunto a ella, que si viera a Dios, qué le diría, qué le preguntaría... Pero no quiere hablar del tema.


Dios se ha sentado a mi vera. Mientras nos embriagamos con el aroma de las jaras observamos cómo ella reconstruye el puente. Olvidé decirle que se mantuviera a salvo de la mirada de los reptiles y del acecho de los alacranes; algo que ella y yo sabemos. Creo que es demasiado tarde: los alacranes, que se han acercado peligrosamente, ya rodean su cuerpo; sólo esperan un mínimo movimiento, un gesto. Los reptiles aguardan impacientes.

Ella regresa y le digo que sólo quedamos los dos; y los alacranes, que son divinos, pues han devorado a Dios y ahora participan de su naturaleza; los reptiles huyeron, pues conocían de la contundencia de los aguijones y de la voracidad de las pinzas.


fot: Fernando Gago

La Leyenda del Barranco del Lobo



La Leyenda del Barranco del Lobo




Pregunté a mi abuela si alguien había bajado alguna vez al fondo del barranco. El mero hecho de mencionar tal acto le producía un horror atávico. Miraba su brazo y me enseñaba el bello erizado ante la peregrina idea de imaginar lo que podía esconder el Barranco del Lobo. "El mismo infierno", contestaba. Luego proseguía, bajando la voz, como si alguien, a quien temía invocar con su solo pensamiento, le fuese a escuchar desde algún recóndito rincón: "Allá abajo no hay nada; la oscuridad más absoluta; la desolación más profunda; la soledad más terrible." Se ensimismaba en la vacilación de la llamas y, distraídamente, atizaba la lumbre obligándola a que se revolviera furiosa. Rumiaba una retahíla de rezos mientras se persignaba en la negritud de su atuendo. Luego, incendiados los ojos, susurraba: "Recuerdo al último de los cuatro caballeros acercándose por el sendero del valle. Pasó altivo cerca de mí. No se dignó en mirarme, o quizás ni siquiera reparó en mi presencia. Cuando me hubo rebasado, el caballo giró su cabeza y me dirigió la que sería su última mirada en este mundo. Desaparecieron, caballo y caballero, engullidos por la abominable niebla. Dejé de escuchar los sonidos sordos que producían los cascos a su paso. La campana del pueblo comenzó a sonar y, pronto, aquel tañido se diluyó en la espesura flotante que devolvía, de mala gana, un eco que se produjo en las interioridades del frío abismo que se adivinaba detrás de la capa espesa que lo cubría.”
“La noche fue terrible. Mezcladas con unas risas abominables se oyeron los gritos del infortunado caballero y los relinchos enloquecidos del caballo que resonaron por todo el valle. Aquella noche, en el pueblo, nadie se atrevió a salir de sus casas; ni siquiera a por leña a los chiscones, a pesar de que corrió por las calles el más gélido viento que nunca sopló desde el risco pelado."

Contaba mi abuela que hace muchos años, envuelto en la noche, llegó al pueblo un caballero reclamando ayuda: pedía a gritos que por el amor de Dios le abrieran una puerta. Llorando, imploró compasión. El que unos desalmados le persiguiesen para darle muerte no bastó para que alguien le procurase el cobijo que el infortunado demandaba. Se oyeron los cascos de varios caballos y el caballero agudizó sus gritos. Cuatro jinetes llegaron a la plaza, encontraron al caballero, exhausto de aporrear puertas, tendido junto al brocado de la fuente. Le tomaron, pasaron una soga por su cuello y le colgaron del campanario. Recordaba mi abuela el terror que producía escuchar el repique de las campanas producido por el pataleo estrambótico del desdichado. No sabía qué era más macabro, si los ruidos estertóreos que producía el ahorcado en su agonía o las risas de los cuatros verdugos.

A la mañana siguiente los vecinos del pueblo bajaron el ahorcado del campanario. Tenía la mirada extraviada y huída de la boca una malvecina lengua imposible de concebir en un ser humano. Ante la vergüenza de presenciar tan execrable crimen sin mover un solo dedo para impedirlo, permitiendo la horrible muerte de aquel infeliz, decidieron deshacerse del cuerpo arrojándolo al Barranco del Lobo. Nadie había bajado nunca al barranco porque, según mi abuela, ni en los días más soleados era posible vislumbrar el fondo. El cuerpo se despeñó pared abajo hasta que desapareció entre la maleza más profunda que desde arriba podía verse.

Pero ahí no quedó todo. A la noche siguiente oyeron unos espeluznantes gritos que provenían del barranco entretanto tañían, rabiosas, las campanas de la iglesia. Los mayores del pueblo aseguraban que el alma del ahorcado venía a cobrarse la cobardía que permitió su muerte.

Mayor fue el terror cuando, tras soportar aquel pavoroso coro de alaridos que importunaban el sueño del pueblo cada noche, llegó la noticia de que aquel infortunado no era sino el caballero don Carlos de Torroja, primogénito del conde don Andrés de Torroja y Castaño, grande de Castilla por la gracia de Dios y la grandeza de su majestad Fernando I, que por tener amores con la bella Beatriz -hija de una desabrido noble de Zamora llamado Sancho de Horcajo, que por envidia a su padre y a toda su noble casta, profería un odio feroz contra todo lo que oliera a Torroja- sufrió la ira de éste al ser prohibidos los amores de ambos. Beatriz creía morirse, pues no bastaron su lloro e imploro ante la intransigencia de su padre.

Como el montaraz Sancho viese a su hija atisbando encima de la verja de su hacienda para ver si podía ver a su amado aguardando por ella al otro lado de la tapia, la encerró en sus aposentos sin la posibilidad de poder salir. Ella, con un óbito por corazón y un funeral por alma, ató a uno de los barrotes de su ventana un pañuelo negro en señal de luto; luto por la muerte en vida, que por culpa de su padre, se veía abocada a sobrellevar.

El caballero don Carlos de Torroja, que estaba al corriente del castigo de la pobre Beatriz, estalló en cólera ante la impotencia de no poder hacer nada contra la sinrazón del padre. Una noche trepó hasta la ventana de su bella amada sin ser visto y allí, ante las alimañas de la noche como únicos testigos, se juraron amor eterno. A la mañana siguiente, el padre de la dama, se enteró por medio de uno de sus sirvientes de la visita del caballero Torroja. Como no podía consentir aquella afrenta mandó un mensajero a la casa de los Torroja, advirtiendo y amenazando de muerte a don Carlos si persistía con el atrevimiento de querer ver a su hija.

Transcurrieron días y semanas, pero don Carlos no cejó en su empeño. El tiempo pasaba y el caballero no conseguía su propósito, aunque sí aumentaba la desesperación y aversión contra aquel despótico padre, que tanto empeño tomara en no permitir aquella amorosa unión.

El padre de la hermosa muchacha comenzó a buscar pretendientes entre los primogénitos de las familias por él conocidas y estimadas. Fueron muchos los jóvenes que hasta la hacienda se acercaron al olor de la consabida fama de la hermosura de Beatriz; los mismos que ella despidió sin más contemplaciones. El padre, exasperado por la actitud de su hija, decidió que ingresara en un convento, cosa que Beatriz aceptó de buen grado; prefería consagrar su vida a Jesús, nuestro señor, antes que a cualquier hombre si el Destino no permitía que fuese don Carlos.

La noticia del ingreso en la vida monacal de su amada no podía ser aceptada de buen grado por el noble caballero don Carlos. Muchas fueron las noches de soledad y desaliento que tuvo que sufrir. En una de ellas tomó el decidido propósito de atravesar los muros del convento en busca de un amor que ya, definitivamente, se había convertido en prohibido, consagrado a Dios y no a los hombres.

La historia de mi abuela no especifica cómo encontró a la dama dentro del sagrado recinto. El caso es que allí dentro se vieron; el caballero don Carlos prometió a la noble dama que jamás la abandonaría, es más, que la sacaría de aquella inmerecida condena a la que su padre, presa de la locura más tremenda, le había obligado padecer.






Pero no sólo debieron de ser pláticas las del caballero y la novicia, pues a los pocos meses fue mandada de regreso a la hacienda de su padre, expulsada por la madre superiora, debido a los ya innegables síntomas de su patente embarazo. El padre, preso de una terrible cólera, mandó a cuatro de sus más temibles sicarios a dar caza al caballero don Carlos.

Cuando el terrible padre de Beatriz enseñó a ésta una de las prendas del amado, como prueba de su muerte, cayó al suelo sin sentido, estado del que no salió a pesar de los cuidados de los sanadores, que por aquel entonces, estaban al servicio de tan cruel bestia, sumiéndose en el más dulce de los sueños que habría de llevarla directamente al sepulcro.

Según mi abuela, hay quien dice que antes de expeler el último suspiro, la infeliz Beatriz vomitó cuatro culebras que hubieron de aplastar con los candelabros que la velaban.

Desde entonces, la campana del campanario donde ahorcaron al caballero don Carlos, es tañida por mano invisible cada aniversario de su asesinato; su sonido se esparce por kilómetros a la redonda, inundando el valle en la bruma de la noche, provocando el pavor en los rostros de los habitantes de los pueblos vecinos, los cuales, se persignan cuando pasan por las cercanías del pueblo que se levantó al borde del barranco; su único vestigio, el campanario, lo demolió una comisión de vecinos de la comarca hace años. Aunque eso no impidió que, en noches como esta, la campana aúlle frenética.