Te sientas a contemplar, a través de los cristales, la tarde de cemento, borracha de fina lluvia, y observas cómo la espalda de Jaime se pierde entre gentes diluidas con pereza sobre los grises del prado.
"El otoño en Madrid es digno de ser vivido -decía el marido de Raquel-; no hay nada como pasear una tarde fría por el Retiro, al abrigo de los árboles centenarios, aterirse con la humedad de sus sabias, mendigar un chocolate caliente en alguna vieja tasca de las callejuelas del barrio de los Austrias"; nadabais entre óleos coloristas de Zuluaga, pero eso fue después, cuado lo vuestro, aunque quisierais negarlo, ya no tenía remedio.
Cuántas veces lamentaste
la ausencia de esas impresiones en Jaime, su desinterés en aquellos jardines lacónicos, la desidia en la carreras sobre los
adoquines empapados, su inobservancia de
la regla de
salpicarse con los charcos,
ésa que nos devuelve a la chiquillería gozosa; llegaste a la funesta conclusión de que Jaime no era el marido de Raquel, y ése era el motivo por lo que, cada día que pasaba, se alejaba de tus ganas por un pasillo diametralmente opuesto. Tus silencios, huidas y excusas, no eran sino la evidencia de un amor moribundo; te exasperaba la indiferencia con la que Jaime se tomaba todas esas señales que pedían a gritos un pequeño hálito de aire fresco...
¡Qué tonta fui!, piensas ahora. Hace apenas unos minutos,
mientras Jaime y tú tomabais juntos el último café de vuestra vida, él negaba tal indiferencia: "Era amor, confianza ciega, de la que no permite dudar". Ése fue su error; pensar en el amor como una sustancia que fragua igual que el hormigón con el paso del tiempo.
No fuiste capaz de decirle que, en realidad, a quién querías no era a él, que si te casaste fue llevada por una inercia, por un acontecer de las circunstancias -de las que no eras consciente o no querías
serlo-, y por un miedo irracional a la soledad... Jaime confiaba en ti, igual que lo hacía Raquel, y tú... los traicionaste, y ahora es tarde, ahora el agua del río ha llegado al mar, y es imposible retomarla para que vuelva a pasar por ese rincón de tu vida desde el cual ves escaparse el cauce.
Apuras el último sorbo de café; la inundación de tus ojos no te deja ver cómo se disolvió Jaime entre la gente para siempre. Miras las mesas, repletas de fugitivos del frío que meriendan en el viejo local que tantas veces frecuentaste con él, el mismo en que te has atrevido a citarte con Jaime. Todo el mundo ahí es ajeno a ti, y tú lo eres a ellos. Observas sus caras de alegría y comfort, inmersos en ese calor que os envuelve, seducidos por el aroma del café caliente y la tostada de media tarde. Los momentos en los que él y tú erais parte de ellos -los que ahora disfrutan de esa tarde que muere ante tus ojos- han sucumbido al contumaz capricho de las felicidades de contrabando y los amores de estraperlo.
Acabas de llegar a tu casa y crees que ya has olvidado a Jaime. No puedes distinguir, en tu memoria, su espalda confusa entre el meandro de gente que lo engullía en un viscoso olvido. Ahora, la realidad es otra: ¡qué vacía está tu casa!
Del marido de Raquel apenas queda nada desde su marcha: el cepillo de dientes, un fotografía en el Retiro que os hizo un marroquí que vendía discos pirateados, alguna prenda olvidada en un cajón... y poco más; pequeños vestigios de un calamitoso hundimiento que conservas como altar al que dirigir tus ruegos, tus súplicas; tu que apostataste de Dios. Pretendes encontrar algo que preserve la ilusión de una cierta vuelta suya.
De Jaime no hay nada. A Jaime lo echaste tú. Tan sólo alguna química imagen; nimios recuerdos que ahora buscas en un cajón olvidado con el propósito de sumarlos a tu relicario de tristezas.
¿Y de Raquel? De ella no te atreves ni a poner una fotografía en un marco. Has impuesto a tu persona la penitencia de no poder contemplar su rostro. Aunque, como ya sabes, te mientes; la culpa que llevas dentro no soporta mirar siquiera sus ojos, que aparecen lánguidos tras esa sonrisa malva. Al dolor de haberle perdido a él has de sumar el otro, el más fuerte, el que ya nunca podrás arrancar de la caverna de tus noches oscuras, el que te acompañará hasta el final de tus días, como el que soporta la madre que pierde al hijo. El dolor de haberlo perdido a él se irá diluyendo en el tiempo como un terrón de azúcar en un café amargo, hasta que sólo quede un sabor dulce como recuerdo suyo en tu memoria. Sin embargo, el dolor de la sangre nunca se olvida, permanece acurrucado en los rincones más sórdidos, más íntimos, merodeando en los sueños, acechando para abalanzarse sobre ti en nocturnidades de tránsitos inciertos, de insomios sempiternos, de culpa mísera y lacerante...
Ahora comprendes qué debió de sentir Jaime, cuánto sufrió Raquel: la pérdida de la persona a quien más se quiere. Piensas que recibes merecido y justo castigo por todo el daño que has provocado. Pero hay una gran resistencia al arrepentimiento, todo aquello que viviste junto a él permanece, y amarga aún más. Conservas un atisbo de satisfacción en tu interior y eso mortifica la pena que soportas a causa de tanta tragedia.
Escuchas
La Danza de los Espíritus Buenos de
Gluck, y recuerdas que fue él, el marido de Raquel, quien te enseñó el amor por la música clásica: "La música es la esencia de Dios -clamaba- Él vive en su ritmo"; esa misma que no entendía Jaime, tu marido. La flauta de
Thijs Van Leer te devuelve la profundidad de su mirada -triste como el timbre de esa travesera-, que te observaba, hace apenas unos días, desde el otro extremo del sofá donde ahora te sientas. Miras por la ventana, como nunca antes lo habías hecho hasta que fue él quien te enseñó a disfrutar de la hecatombe gris de una tarde de otoño, fría, húmeda...
En esa casa mueres y decides que necesitas salir. Tus pasos no son de evasión, conducen, sin darte cuenta, hasta la que fue la puerta de Raquel, cerrada ahora a cal y canto. Sumida en cavilaciones te alejas calle abajo, martilleando las paredes con pisadas de ante húmedo que provocan una cuadrilla de ecos hostigadores. Lejos de querer escapar a esta congoja, con el alma en esta de sitio, llegas hasta los mismos lugares por los que paseabas con él, cuando aún vivías con Jaime, cuando él todavía era el marido de Raquel, cuando ambos jugabais a engañaros, queriendo creer que lo vuestro no era sino una simple amistad; el Paseo del Prado, los adoquines mojados, el Jardín Botánico, el viejo Madrid de los Austrias... Esperas, sentada en el mismo banco de piedra, frente a la Fuente de las Cuatro Conchas, a que deje de pasar gente.Ya es tarde. La noche avanza y sientes frío; él no está aquí para abrazar tu cuerpo.
Os mentíais, y tú lo sabías. Te acercas al metro cada tarde; queríais creer que era un formalismo, nada que ver con algo al margen de una relación entre compañeros. La oficina estaba lejos de Madrid, y los atascos, en las tardes lluviosas de invierno, daban para mucho.
Cuántas veces habrás lamentado que Raquel pidiese a su marido que intentara colocarte en su empresa. Habríais de haber tenido en cuenta que, las miradas furtivas que os dedicabais desde que ella os presentase, hacía más de cinco años, no era mera curiosidad de desconocidos. Raquel era tu hermana, y jamás habrías dado a su marido de beber de las humedades de tus sábanas. Nunca hubo una palabra, un atisbo, un gesto, nada que pudiera revelar algo que no fuese un simple amistad.
Te atrajo desde el primer momento en que Raquel os presentó. Sí, lo recuerdas bien, fue aquella tarde en la que ambas habíais quedado en el café
Lyon. Cuando llegaste, empapada por una fina lluvia de noviembre, él ya estaba allí, con ella, sentados en una
mesita desde la que se contemplaba la Puerta de Alcalá. "Esta es mi hermana...", dijo ella
mientras se levantaba y besaba tu mejilla. Pediste disculpas por mojarle con el abrigo y él contestó que estabas muy atractiva empapada, casi tanto o más que tu propia hermana. Raquel rompió en una
carcajada: "Siempre tan galán!",
rio dándole un
golpecito en el brazo. Lo recuerdas bien. Pero lo que tu hermana no percibió fue la mirada de fuego de él te dirigió.
Ya sabías, desde aquel momento, que no tenías que haberos visto nunca más, que cada vez que salíais a comer, al cine, o tomar copas -bajo la insistencia de Raquel-, vuestras miradas se cruzaban con la furtividad de los estraperlistas. Que tu cuerpo se estremecía ante su sola presencia.
Luego vino la boda, primero de ellos. ¿Recuerdas cómo lloraste la noche anterior, sola, en tu habitación? ¡Y tú eras la dama de honor de la boda de tu hermana! "¿Por qué lloro?", te preguntabas. En el momento en el que él dio el "sí quiero" sus ojos fueron para ti, su mirada buscó los tuyos entre los familiares de la novia que os sentabais junto al altar.
Después vino la tuya, con Jaime. ¡Cuánto querías a Jaime! ¿O no? Te prometiste no repetir lo que él hizo. Estabas nerviosa y todos los achacamos al día, al evento. Pensaste en no alzar la mirada de tu ramo de novia cuando pronunciaras el "sí quiero", pero no pudiste. Elevaste los ojos y giraste la cabeza hacia atrás. Todos pensamos que dedicabas un saludo a Raquel, pero a quien buscabas era a él. Y lo encontraste. Estaba junto a tu hermana, y él sabía que tus ojos eran suyos en ese momento; sentiste un estremecimiento en tu vientre.
Cuando te quedaste sin trabajo y Raquel te dijo que tal vez él te pudiera encontrar una colocación en su empresa, tú temblaste por un momento. Sabías que deberías haber dicho que no; pero una vez más, te mentías.
Él te vio una tarde en la parada del bus, después de salir de la oficina, y se ofreció para acercarte hasta Madrid. Tú no te negaste.
Al principio no hablabais, ¿lo recuerdas? Os conocíais desde hacía cinco años y casi nunca habíais hablado demasiado. "Saluda a Raquel", le pediste cuando llegó a la parada del metro. Te apeaste del coche y poco antes de que te engullera la boca del metro escuchaste que te llamaba: "¿Quieres que te espere mañana?" Sabías que tenías que haberle contestado que no, pero, una vez más, te mentías.
Al día siguiente estabas nerviosa.
Sabías por qué era, pero fingías ignorarlo. No deseaste todo el día sino que llegara la tarde para encontrar su coche en la parada del autobús, esperándote, Y así llegaron otras tardes, otro anhelos, otros deseos que tú querías camuflar bajo apariencias inocentes. Comenzasteis por hablar del trabajo, de lo agradecida que estabas porque él te lo hubiera proporcionado. Y mentías, y eras consciente de ello, y él también lo supo. Los atascos de las tardes frías del invierno de Madrid dan para mucho, y pronto empezasteis a hablar de vosotros mismos.
Os conocíais desde hacía cinco años y en realidad no sabíais nada el uno del otro, pero pronto os visteis contándoos confidencias que ni siquiera compartíais con vuestros esposos y, descubristeis que teníais muchas cosas en común...
¿Cuándo te diste cuenta de que el hielo crujía bajo tus pies? Sí, fue el día en el que él, cuando te llevaba una tarde más en su coche, puso aquella canción de Serrat: "Lucía"; como tu nombre. No podía ser una coincidencia: "No hay nada más bellos que lo que nunca he tenido, nada más amado, que lo que nunca tendré..." Aquella canción era un grito desesperado, burdo y pueril; él no habló en todo el trayecto hasta el metro. Aquel día tenías que haberle dicho que no volverías a bajar a Madrid con él, que las cosas comenzaban a ponerse demasiado peligrosas, pero... Una vez más, te mentiste. Sabes que no querías decir no cuando él te propuso tomar una copa al día siguiente. "Que guapa estabas el día de tu boda -te dijo-, cuando me miraste". Le debías haber dicho que no le miraba a él sino a Raquel, tu hermana, su esposa. Seguro que con eso..., con eso habría bastado para que hubiese comprendido; pero no, callaste, y con tu silencio... Otorgabas. Luego, sola, en el metro, parecías un globo henchido de gozo; sabías que él, en todos esos años, lo había olvidado aquella mirada furtiva.
Al día siguiente le dijiste a Jaime que llegarías tarde por motivos de trabajo. Sabías que el esposo de tu hermana le dijo a ella lo mismo. Mentíais. Ambos los hacíais: a ellos y vosotros mismo. Esa noche, de vuelta a casa, simulabas estar indispuesta cuando Jaime quiso hacerte el amor. Te costó conciliar el sueño porque era la primera vez -eso pensabas- que habías mentido a tu marido; tú que le pediste, como primera condición, el día que comenzasteis vuestra relación, decir siempre la verdad.
Es cierto que sentiste ciertos remordimientos mientras esperabas, esta vez, en un bar cercano a tu oficina. También es cierto que acordasteis que aquello sólo sería una amistad inocente, que nunca pasaría de ahí, que nunca haríais daños a Raquel; ni siquiera pensaste en Jaime. ¡Ay, cómo os mentíais! Y vosotros lo sabíais, siempre lo habíais sabido, desde que os presentara tu hermana en una tarde ya olvidada.
Te reuniste con él a la hora convenida. Hablasteis como si os conocierais de toda la vida. Ambos reparasteis en que vuestras conversaciones ya no eran acerca del trabajo o de la cotidianidad, sino de vuestras vidas, sentimientos, emociones y deseos. Emitíais señales inequívocas de lo que sentíais el uno por el otro, aunque que prometisteis no hacerlo para no perder aquello que teníais.
Aún recuerdas el día en que te besó. Estabais
en La Dolores, frente a la iglesia del Cristo de
Medinaceli. Habíais tomado varias cervezas y conversabais, sentados en una mesa, junto a la cristalera. Hubo un silencio, cerraste los ojos, mecida por un columpio etílico. Apoyabas tu cara sobre las palmas de las manos, con los codos sobre la mesa. Entonces sentiste la lava de sus labios sobre los tuyos. Tendrías que haberle
recriminado. deberías de haber retirado tu cara de inmediato, haberle dicho que jamás volviese a hacerlo, que no volverías a verlo más; pero no abriste los ojos sino tu boca, permitiendo que aquel beso comunicase, por el fin, el deseo amarrado durante tanto
tiempo. "No volverá a suceder más", os jurasteis, pero bien sabíais que os mentíais.
¿Qué vino después? ¡
Ah, sí! ¿Lo recuerdas? Lo inevitable. Aquello que siempre pensabais que podría pasar, y fue en un hotel, en uno de esos de amantes turbios de
película rancia. Pero os salvaba el amor. Sí, ya sé que os queríais, que lo vuestro no era puro sexo, eso era seguro. Pero luego, ¿qué hacer? Tomasteis una vida que no os pertenecía. Vivíais furtivos encuentros, escondiéndoos en cada esquina, ocultando aquel fuego de las miradas impertinentes. Las camas insulsas de los hoteles, el asiento trasero del coche en el peor de los casos. Risas y arrumacos que se convertían en penuria y llanto a la vuelta a casa. La cara del fingimiento, de temer que cada noche tu marido te pidiera lo que por
derecho le correspondía; cómo decirle siempre que no.
Jaime fue el primero en darse cuenta de que algo no funcionaba. Descubrió en tu cara descompuesta, cada vez que se acercaba a ti, que había alguien más. ¡Pobre Jaime! Te pidió que no le engañases, que por favor no disimularas, que, si había otro, se lo dijeras y en paz. Siempre fue tan civilizado... Pero el dolor, aullando en su semblante, no era fácil de ser ocultado, por muy civilizado que fuese; cómo decirle que era el marido de tu hermana, cómo afrontar que la familia se enterase, cómo reaccionaría Raquel.
Jaime se fue de casa una tarde fría, gris, lluviosa, como aquellas en las que los atasco de Madrid daban para mucho. Y te quedaste sola, somo lo estás ahora.
¡Qué miedo tenía él a contarle la verdad a Raquel! Pero tú lo tenías más, y lo sabes. Te pidió que estuvieras junto a él cuando todo aquello acabase para siempre; no te podías negar.
Ella, Raquel, tu hermana, supo que algo no marchaba bien cuando os vio aparecer; tu rostro era todo un poema, y antes de que hablarais ella ya lo sabía todo. Las primeras lágrimas que brotaron de sus ojos te quemaban como ácido. Nunca las podrás olvidad. Ahora, en la soledad de tus noches de escarnio, las lágrimas de Raquel salen de la botella grosera y queman tus entrañas.
Sí, lo conseguisteis, lo recuerdas bien. Ella dejó de hablarte, tus padres se olvidaron de que tenían otra hija que fuera Raquel. Pero os teníais el uno al otro. Edificasteis una casa en una parcela que no era la vuestra. Hundisteis vuestros cimientos en un magma de dolor; heridas abiertas que jamás cicatrizarían.
Aún recuerdas la voz de él cuando te llamó por teléfono... Estaba en casa de Raquel. Había ido a recoger las cosas que aún no se había llevado y allí la encontró: lívida, en el suelo, sin vida, con la mirada perdida y un rastro de lágrimas en sus mejillas...; retorcida por el dolor del veneno.
Él ya no fue el mismo, tú tampoco. Llegaste una tarde a casa y no estaba; supiste que ya nunca volvería. El precio de vuestro amor había sido muy caro; las lágrimas de Raquel.